por
Hugo Rodríguez.
El callejón sombrío cortaba la calle, una calle de adoquines encendidos por la luna. Una calle
helada y en silencio. Recostado contra esa puerta y en ese callejón envuelto en sombras, aquel hombre esperaba. Esperaba y
respiraba con una regularidad perfecta. Premeditada. Mientras sus ojos astutos,
permanecían fijos en un punto abstracto de la noche. Las aletas de su nariz se
contraían y dilataban con una minuciosa exactitud. Hasta que se dejó
sorprender por esa gata sagaz, que había surgido de la noche y
que había caído sin hacer ruido sobre el empedrado luminoso. El hombre desacomodó su postura; se había
llevado la mano a la cintura y cambió miradas con el animal, a tiempo que le regalaba una mueca, casi una sonrisa. Volvió a afirmar su
espalda contra la puerta y retomó su respiración sincrónica. Aquel hombre,
envuelto en las sombras del callejón,
siguió esperando.
Pasaron esos segundos: minuciosos; exactos; fríos.
Algo había alertado los oídos del hombre y volteó su cabeza hacia la esquina.
La gata levantó su cola, clavando los ojos en el fondo de la calle. Un taconeo,
preciso y sensual rompía el silencio de la noche. La mujer se acercaba por la
calle bañada por la luz de la luna. El
hombre desabotonó su saco lentamente y sin quitarse el revólver de la cintura, acomodó con sumo
cuidado su índice en el gatillo. Con la regularidad de un reloj, los pasos de
la mujer se hicieron más intensos. Gradualmente, el tipo se quitó el arma, la
blandió en su mano derecha y en ese instante, la noche helada volvía al
silencio: el taconeo había cesado.
El semblante del hombre se preocupó
y su respiración se alteró. Miró a la
gata, que había arqueado su lomo y que
ahora, había elevado sus
ojos a la noche. Entonces, ese hombre,
que esperó con paciencia envuelto en las sombras caminó cauteloso hasta la
esquina. Dio un paso, casi un salto, para asomarse a la cortada y apuntar a la
calle vacía. Su rostro, fragmentado por la luz de la luna, forjaba un gesto de
desconcierto. Sin dejar de apuntar su arma miró a cada rincón, a cada zaguán,
hacia cada árbol, a cada montículo de basura; hasta que fijó sus ojos en ese
par de zapatos de tacos, abandonados al filo de una pared.
No tubo tiempo para pensar, una mano
de mujer le cubría la boca y la daga se le hundía con precisión quirúrgica
justo a la altura del riñón. Se desplomó de rodillas y el revólver caía sobre
los adoquines. Luego, el cuerpo del hombre se volcó, y como un feto recién
parido se abatió sobre su charco de sangre.
La mujer se acuclilló y cambió
miradas con él, a tiempo que le regalaba una
mueca, casi una sonrisa. Limpió la daga en el saco y pasó por encima del cuerpo. Con sus pies
descalzos caminó sin hacer ruido hasta la pared y se puso los zapatos. Volvió a
pasar por encima del cuerpo que ya no respiraba. La mujer se inclinó para
rascar el lomo de la gata que olisqueaba la sangre, y su taconeo, preciso y
sensual, se perdía por el callejón envuelto en sombras.
Fin.
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