martes, 2 de febrero de 2016

EL RITO.


EL RITO.

Por

Hugo Rodríguez.

 

El joven Donnell Eliott  entró en aquel sótano. Lentamente, cerró la puerta con la espalda, pero no pudo evitar el gemido de los goznes. Se encogió de hombros mientras  su nariz respingada y sus labios finos se fruncían en un gesto de disgusto. El quejido ancestral de las bisagras recorrió las oquedades del lugar que hedía a humedad. Una humedad milenaria que le perforaba los pulmones y se le clavaba en los huesos. Levantó el farol a la altura de su cara y la llama agónica  chispeó en su enmarañada cabellera rojiza. Los ojos pequeños de Donnell se achicaron aún más en el intento vano de escrutar en la penumbra densa. Se acomodó la chaquetilla, ajustó la llama del farol y se inclinó para recoger una bolsa de cuero ajado y sucio que había dejado caer sobre el estrado polvoriento. Al erguirse, la llama, ahora más intensa, le permitió ver los primeros tablones de una escalinata que se perdía en la profundidad.  La nuez de su garganta se movió: Donnell Eliott comenzaba a descender  por esos escalones  de maderos adormilados,  que lo arrastrarían  a la tenebrosidad del sótano.

             Flanqueado a un lado por una baranda enclenque y al otro, por un muro agrietado y mohoso,  el muchacho descendía, envuelto en el halo amarillento de su farola. En un intento por encontrar algo de oxígeno en esa atmósfera enrarecida, llenó sus pulmones con ese aire y estalló en  una convulsión que lo obligó a detenerse. Dejó caer la bolsa y cubrió su boca con la mano. Las telarañas que lo rodeaban se mecían cada vez que tosía. Ahora, se oprimía el plexo e intentaba controlar el aliento. Mientras se serenaba,  elevó el farol   sobre la cabeza y distinguió las enormes vigas que sostenían el entablado del techo, tapizado por un manto verduzco y gelatinoso, que centellaba al paso de su luz. El manto parecía engrosarse hacia el lado opuesto del muro, pero más allá, las sombras lo cubrían. Carraspeó un par de veces más, recogió la bolsa y continuó el  descenso.

            La escalera terminó ante  una pared de piedras desiguales. Donnell abandonó el último escalón afirmando  las suelas de sus zapatos sobre un piso de adoquines desparejos. Comenzó a recorrer el lugar asegurando cada uno de sus pasos.  Toneles viejos y cacharros herrumbrados aparecían en el halo amarillento que lo envolvía. Los adoquines se moteaban con  charcas gelatinosas que se propagaban a medida que avanzaba. Cuando los charcos  ya cubrían el adoquinado, se enfrentó con el otro muro del sótano. Allí, la jalea viscosa se adhería a las grietas y oquedades de la pared. Subió el farol y vio que la gelatina se ensanchaba hasta formar aquel manto verduzco  que tapizaba al techo.  Eliott fijó el haz del farol y retuvo la respiración,  al mismo tiempo que templaba sus tendones: una ríspida exhalación, como un portentoso fuelle, inquietó  sus oídos. Alguien más sorbía  aquel aire con violentas bocanadas. Alguien más se hundía en la oscuridad de ese lugar.

Retomó el aliento y los párpados se separaron a más no poder, para  clavar la mirada en el entretecho  del sótano. Hacia allí había apuntado el haz del farol: La bestia colgaba como una res, aferrada con sus garras poderosas a un robusto tirante. Plegadas a los costados, las alas de murciélago  se sacudían, mientras el  tórax, se ensanchaba a cada inspiración como el buche de un escuerzo. El esternón, una viga enérgica que sostenía la bóveda de su pecho, se hundía y volvía a emerger desde aquel torso descomunal. Donnell, boquiabierto, se animó a acercarse  hasta parase ante la cabeza del engendro que colgaba invertida. La bestia dormía. El muchacho escrutó esa cara compacta, ese hocico jadeante de nariz chata y rugosa, encastrado entre las esferas salientes de los ojos cubiertos por párpados venosos. Algo más distendido, el audaz Eliott se  acuclilló, sin quitarle la   mirada al monstruo y apoyó  con cuidado el farol sobre la curva pegajosa de un adoquín, y el haz de luz recortó  su silueta y la del engendro en el muro cercano. Con manos temblorosas volcaba el contenido de la bolsa: una estaca y una masa. El rito volvía a repetirse. Bajó la mirada  y recogió los instrumentos milenarios. Los contempló por un instante. Un frio instante. Un momento suficiente. Frenó el impulso de ponerse  en pié, fijó la mirada en un punto ciego y  no necesitó atender las sombras en el muro cercano: sabía que la bestia ya se alzaba a su espalda.

                                                            Fin.

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