EL
RITO.
Por
Hugo
Rodríguez.
El
joven Donnell Eliott entró en aquel
sótano. Lentamente, cerró la puerta con la espalda, pero no pudo evitar el
gemido de los goznes. Se encogió de hombros mientras su nariz respingada y sus labios finos se
fruncían en un gesto de disgusto. El quejido ancestral de las bisagras recorrió
las oquedades del lugar que hedía a humedad. Una humedad milenaria que le
perforaba los pulmones y se le clavaba en los huesos. Levantó el farol a la
altura de su cara y la llama agónica chispeó
en su enmarañada cabellera rojiza. Los ojos pequeños de Donnell se achicaron
aún más en el intento vano de escrutar en la penumbra densa. Se acomodó la
chaquetilla, ajustó la llama del farol y se inclinó para recoger una bolsa de
cuero ajado y sucio que había dejado caer sobre el estrado polvoriento. Al
erguirse, la llama, ahora más intensa, le permitió ver los primeros tablones de
una escalinata que se perdía en la profundidad.
La nuez de su garganta se movió: Donnell Eliott comenzaba a
descender por esos escalones de maderos adormilados, que lo arrastrarían a la tenebrosidad del sótano.
Flanqueado a un lado por una baranda enclenque
y al otro, por un muro agrietado y mohoso,
el muchacho descendía, envuelto en el halo amarillento de su farola. En
un intento por encontrar algo de oxígeno en esa atmósfera enrarecida, llenó sus
pulmones con ese aire y estalló en una
convulsión que lo obligó a detenerse. Dejó caer la bolsa y cubrió su boca con
la mano. Las telarañas que lo rodeaban se mecían cada vez que tosía. Ahora, se
oprimía el plexo e intentaba controlar el aliento. Mientras se serenaba, elevó el farol sobre la cabeza y distinguió las enormes
vigas que sostenían el entablado del techo, tapizado por un manto verduzco y
gelatinoso, que centellaba al paso de su luz. El manto parecía engrosarse hacia
el lado opuesto del muro, pero más allá, las sombras lo cubrían. Carraspeó un
par de veces más, recogió la bolsa y continuó el descenso.
La escalera terminó ante una pared de piedras desiguales. Donnell
abandonó el último escalón afirmando las
suelas de sus zapatos sobre un piso de adoquines desparejos. Comenzó a recorrer
el lugar asegurando cada uno de sus pasos.
Toneles viejos y cacharros herrumbrados aparecían en el halo amarillento
que lo envolvía. Los adoquines se moteaban con
charcas gelatinosas que se propagaban a medida que avanzaba. Cuando los
charcos ya cubrían el adoquinado, se
enfrentó con el otro muro del sótano. Allí, la jalea viscosa se adhería a las
grietas y oquedades de la pared. Subió el farol y vio que la gelatina se
ensanchaba hasta formar aquel manto verduzco
que tapizaba al techo. Eliott
fijó el haz del farol y retuvo la respiración,
al mismo tiempo que templaba sus tendones: una ríspida exhalación, como
un portentoso fuelle, inquietó sus
oídos. Alguien más sorbía aquel aire con
violentas bocanadas. Alguien más se hundía en la oscuridad de ese lugar.
Retomó
el aliento y los párpados se separaron a más no poder, para clavar la mirada en el entretecho del sótano. Hacia allí había apuntado el haz
del farol: La bestia colgaba como una res, aferrada con sus garras poderosas a
un robusto tirante. Plegadas a los costados, las alas de murciélago se sacudían, mientras el tórax, se ensanchaba a cada inspiración como
el buche de un escuerzo. El esternón, una viga enérgica que sostenía la bóveda
de su pecho, se hundía y volvía a emerger desde aquel torso descomunal.
Donnell, boquiabierto, se animó a acercarse
hasta parase ante la cabeza del engendro que colgaba invertida. La bestia
dormía. El muchacho escrutó esa cara compacta, ese hocico jadeante de nariz
chata y rugosa, encastrado entre las esferas salientes de los ojos cubiertos
por párpados venosos. Algo más distendido, el audaz Eliott se acuclilló, sin quitarle la mirada al monstruo y apoyó con cuidado el farol sobre la curva pegajosa
de un adoquín, y el haz de luz recortó
su silueta y la del engendro en el muro cercano. Con manos temblorosas
volcaba el contenido de la bolsa: una estaca y una masa. El rito volvía a repetirse.
Bajó la mirada y recogió los
instrumentos milenarios. Los contempló por un instante. Un frio instante. Un
momento suficiente. Frenó el impulso de ponerse
en pié, fijó la mirada en un punto ciego y no necesitó atender las sombras en el muro
cercano: sabía que la bestia ya se alzaba a su espalda.
Fin.
Exelente, me encanto.
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