miércoles, 1 de septiembre de 2021

Interno 63

Interno 63.
La lluvia castigaba el techo del colectivo.
Me había sentado, como de costumbre, como desde siempre, en el asiento de atrás, junto a la puerta.
Desde allí tenía la panorámica del pasillo, el mismo de siempre, el de costumbre, con los mismos y
eternos pasajeros: la señora con el bebé, el viejo de sombrero, el tipo de saco y maletín, la gorda que
se sienta a mi lado, y los otros; y por supuesto, el colectivero que anotaba los números de los
boletos, acomodaba las monedas y cada tanto nos espiaba por el espejo, un espejo decorado hasta el
hartazgo, con pelotudeces que colgaban y se hamacaban con cada pozo. El que más saltaba, en la
esquina alejada del chófer, era un esqueleto pequeño, de plástico y ridículo, pero era la única
pelotudez que me simpatizaba.
La lluvia y su estruendo hicieron un alto. El colectivo se detuvo y la mujer subió. Se miró con el
conductor, que le cabeceó para que entrara sin sacar boleto, pero ella continuó con la mirada en él,
que había girado la cabeza hacia el espejo de afuera y ponía en movimiento al colectivo. La mujer
miró el cuello de la camisa café, por donde asomaba apenas el lazo de la corbata; miró a la mano en
el volante y a la que tomaba la palanca. Miró los mocasines y los vio alternar los pedales como si
nunca hubiese visto 'tal maravilla'. Miró, con el mismo estupor, el boletero y amagó acariciarlo,
pero desvió la mano hacia el espejo y permaneció quieta un instante. Luego señaló los banderines,
los calcos, señaló a Gardel, a San Cayetano y se animó a tocar el esqueleto; se giró hacia el chófer,
que le repitió el gesto con la cabeza para que entrara: entonces la mujer se paró de frente a los
pasajeros.
Pasaba los 30, seguro. Llevaba un barbijo: estaría enferma o habría estado internada. Se había
recogido el pelo; delgada y menuda; suéter y pollera. Hasta ahí, una evangelista sin biblia y con
zapatilla. No nos iba a vender nada, porque nada traía en las manos. Así que se vendría el 'mangazo'
o el sermón. Se quitó el barbijo, que, curiosamente, sostenía de las orejas con elásticos, y lo retuvo
en los dedos. Los labios eran finos, no sonreían y tampoco parecían tener ganas de hablar. La pausa
se prolongó más de la cuenta. La atención del 'público', que había logrado al principio, se perdía; de
todas manera, los pasajeros, como siempre, como de costumbre, guardaban silencio. Ella los miró.
Miró al niño y a la madre; al viejo y al sombrero; al hombre y al maletín. Miró a los otros que se
sentaban en la fila de dos. Miró a la gorda y desde las cuencas oscuras, los ojos ¿celestes? Sí, Los
ojos celestes de la mujer se fijaron en los míos: no sentí nada, solo el mismo hielo, el de siempre, el
de costumbre, pero sí, percibí que sus vísceras vibraron, que su sangre burbujeó, que su alma estaba
allí. Tardó en bajarme la mirada; tardé en dejar de mirarla.
Mi nombre es Julia, Julia corazón de melón. Dijo con poco aliento, mientras los dedos jugaban con
el barbijo. Volvió a mirarme y llevó los hombros hacia atrás. Mi nombre es Julia, Julia corazón de
melón. Insistió y las cabezas se giraron hacia ella. Leo y escucho que la educación argentina
necesita un cambio. ¿Por qué se piensa en contenidos pero no en derechos? ¿Por qué todavía hay
campana y filas y se enseña a tomar distancia con el brazo levantado? Dio dos pasos hacia la
mujer del bebé y se inclinó. Mi nombre es Julia, Julia corazón de melón. Harta del miedo, de que
nos juzguen por vivir pese a él, de que nos declaren violentas si buscamos parar la muerte. Harta de
que nos roben soñadoras. Se giró hacia los asientos de dos. Mi nombre es Julia, Julia corazón de
melón. ¿Qué tiene que tener una gorra para producir rechazo? Se acercó al viejo del sombrero.
¿Tanto éxito tiene el terror para que imagines criminales en las muertas y los muertos de la doctrina
del fusil? La mujer se afirmó en medio del pasillo, dejó de jugar con el barbijo y miró al maletín.
¿Por qué mirarles desde el morbo de la vitrina forense o desde la suma de pares de ojos que se
cierran? Dejó de hablar, se tomó del pasamanos, caminó y se detuvo ante mí. Se inclinó. Mi
nombre es Julia. Miró a la gorda y nos dio la espalda. Mi nombre es Julia. Julia Martínez. Nací
entre 1987 y 1989. No tengo acta de nacimiento. Me contaron que mi mamá decidió darme en
adopción porque no estaba preparada para cuidarme ni tenía recursos. Me gustaría conocerla.
Preguntarle si sueña imágenes o palabras, si alguna vez me soñó. Dejó de darnos la espalda, se fijó
en la gorda y luego me miró. Se enganchó los elásticos del barbijo en las orejas. Apoyó la mano en
mi hombro y acercó la mejilla a mi oído. Difunda esto por favor. Susurró. La mano me soltó, se cerró en un puño y entendí, desde la mirada de la mujer, que me invitaba a que chocara el mío con
el suyo. Así lo hice.
No fue necesario que ella tocara el timbre: la puerta se abrió, el colectivo se detuvo y los iris celeste
dejaron de mirarme. Descendió dudando cada paso. Una vez más, mientras la puerta siseaba al
cerrarse, el colectivo reanudaba la marcha. La lluvia arreciaba otra vez. Algo dijo la gorda que no
atendí. Yo preferí fijarme en el esqueleto y dejarme hipnotizar por su vaivén.








No hay comentarios:

Publicar un comentario